El pirata de los mares del sur

El barco quedó varado en el acantilado. Por suerte estaba cerca del pueblo y pudimos trepar hasta un pequeño campo que nos condujo fácilmente a casa. Era tarde y nuestra madre nos esperaba con la cena, un pequeño cuenco con arroz y algunas raíces. Estábamos tan hambrientos que nos hubiésemos comido cualquier cosa, incluso a nuestra propia madre. El día había sido complicado, tuvimos que enfrentarnos a una de esas grandes embarcaciones que últimamente circundan nuestros mares y tratan de arrasar hasta el más pequeño de los peces. Pero habíamos fracasado y volvíamos tristes y abatidos, una vez más habíamos perdido un banco de peces que podría haber sido nuestro sustento en los próximos meses y quien sabe si también años. Ellos nos atacaron con armas enormes, nosotros apenas teníamos con qué defendernos y las olas tumbaban nuestra pequeña barcaza y quedaba enseguida bajo las olas, oculta bajo su barco. Logramos volver, pero en la lejanía veíamos cómo una red gigante se llevaba nuestro más preciado tesoro.

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Dicen que soy un pirata aunque no llevo parche ni pata de palo, pero surco los mares del sur protegiendo mi cofre repleto de oro, ese que me quieren arrebatar los grandes barcos que vienen del norte. Nací y crecí en Somalia y ahí aprendí a valorar el mar y la fauna marina como si fueran parte de mi familia y es que de alguna manera esos peces me ayudan a continuar viviendo, me dan de comer y son el sustento económico de muchos de los habitantes de mi aldea. Somos lo que somos por el mar que nos rodea.

Desde hace algún tiempo los grandes caladeros que no tenían propietario tienen quién los explota y son precisamente esos que ostentan los barcos suficientemente potentes como para llegar hasta allí y soltar sus redes. Nadie es dueño del mar hasta que una gran potencia lo decide por los demás. Nosotros antes a duras penas vivíamos pescando en las orillas de nuestros ríos los escasos peces que lograban acercarse desde esos caladeros hasta nuestras costas pues nosotros apenas lográbamos llegar hasta allí. Pero desde hace meses ya no llegan peces a la costa, porque los grandes se lo llevan para que en el norte puedan comer pescado hasta saciarse y estos pescados ya nunca consiguen arribar hasta nuestras aldeas. Cada día son más los pescadores que dejan sus redes y no pueden llevar alimento a sus casas. Cada día somos más los que sobrevivimos con apenas un cuenco de arroz. Y no tenemos quién nos defienda porque el Gobierno que nos regía cayó hace algo más de 18 años y desde entonces el caos es nuestro único regente, por eso las grandes potencias andan a sus anchas y se adueñan de lo que dicen que no es de nadie.

Cansados de ver cómo venían a arrebatarnos lo poco que nos queda, mis dos hermanos y yo decidimos enfrentarnos a ellos y declararles la guerra, una guerra abierta en la que sabíamos que nosotros teníamos mucho más que perder que ellos, pero en la que pusimos todas nuestras fuerzas. Así que nos lanzamos al mar, con una barcaza acorazada con juncos y todo lo que nos encontramos por el camino y armados con unos viejos kalashnikov que conseguimos a través de un primo que se ganaba la vida con negocios turbios. Salimos al mar y en la primera ocasión logramos nuestro primer triunfo, ese que nos animó y puso el punto de partida a nuestro intento por recuperar nuestro sustento. Secuestramos a dos pescadores europeos, nos hicimos con dos rehenes imprescindibles para comenzar a negociar. Conseguimos más apoyo de otros pescadores somalíes que se convirtieron en piratas y empezaron las disputas por el mar.

Las empresas que pagan a los pescadores del norte son fuertes y poderosas y pocas nos temen. Nuestros secuestros tuvieron gran repercusión mediática y los gobiernos del norte lejos de comprender lo que ocurre decidieron apoyar a estas compañías que ganan millones y millones a costa de los mares del sur. Una vez más el poder político se pone del lado del poder económico.
Sin embargo, la hazaña de los secuestros alentó nuestra situación y nos ofreció una pequeña luz esclarecedora. Mientras esos pescadores permanecieron en nuestras redes, los grandes barcos temerosos se negaron a continuar faenando en los caladeros y nuestras costas comenzaron a recibir pescados. Los vecinos de mi aldea sorprendidos con la situación pudieron pescar y vender sus mercancías en el pueblo, lo que mejoró la situación durante varias semanas. Las cosas funcionaban y las grandes redes habían desaparecido por lo que la situación volvía a la normalidad. Mis hermanos y yo contentos con todo esto dejamos libres a los norteños que creímos que habían aprendido la lección.

Sin embargo, después de un tiempo las cosas se tornaron difíciles y los grandes buques volvieron a surcar nuestros mares, ahora escoltados con otros barcos que nos apuntaban si nos acercábamos a ellos. Nosotros seguimos en nuestra lucha y seguiremos protegiendo nuestro tesoro marino, ya sea como piratas, ya sea como somalíes.

Relatos en Crisis (I)

A vueltas con el sobre

Con el sobre cerrado y sellado, Paco se frotó las manos mientras mantenía entre sus labios un cigarro ya a punto de acabarse, una última calada que le permitió imaginarse todo lo que podría alcanzar con el trato al que había llegado con el concejal del pueblo. Una urbanización excelente, en una ubicación perfecta. Ceros y más ceros en su cuenta bancaria y sólo un pequeño sobrecoste. El plan funcionaba.

El concejal recibió el sobre cerrado y sellado de manos de su secretaria, que por supuesto, jamás quiso saber de qué se trataba, aunque con el rabillo del ojo, miró cómo el destinatario sonreía mientras sacaba lo que había en su interior. El plan seguía su transcurso.

El sobre continuó viajando y esta vez acabó sobre la mesa de un despacho de un alto cargo. Mientras guiñaba un ojo a su ayudante, que también se había percatado de la situación, el directivo lo abrió y llamó por teléfono a su mujer. Podía comprarse ese bolso de Luis Vuitton que tanto le gustaba, por su puesto que se lo regalaría, cómo no hacerlo, alguna recompensa tendría que tener pasar tantas horas fuera del hogar familiar.

El plan se truncó y alguien malvado sacó a la luz la existencia de un sobre dando vueltas alrededor de un círculo vicioso. Una cadena de rumores, exclusivas en prensa y comentarios críticos salieron a la luz.

Por suerte, el sobre no desapareció y de nuevo llegó al destinatario adecuado para volver a esconder todo lo que salió a la luz, consiguiendo devolver la amnesia a todos lo que oyeron sobre la existencia de ese trozo de papel.

El cuento de la lechera

Furgones, vehículos a toda velocidad con luces y alarmas creando el caos en la ciudad. Calles cortadas, caravanas de coches y atascos en plena hora punta. Esto es lo que me encontré en una ciudad desconocida para mi y en la que pensaba pasar unos días tranquilos de descanso.

En los días finales del viaje, quise aprovechar las últimas horas dando un paseo por el centro de la ciudad, quería medir su pulso, ver cómo la gente se desenvuelve en su día a día y, por supuesto, volver a fijarme con todo el detenimiento posible en todos los edificios emblemáticos que tanto me gustaban.

Cuento de la lecheraSin embargo, mi atención cambió por completo de lugares. Había vayas por todas   partes que dificultaban no solo el tráfico de coches, sino también el caminar de los transeúntes, unos que salían del trabajo, otros que paseaban y algún que otro turista despistado en busca de los monumentos que aparecían en su guía de viaje.

Me quedé un poco atónita con lo que veía. Cada esquina estaba escoltada por un grupo de hombres de azul, con casco y pinta de estar recién salidos de una película americana de ciencia ficción. Además, había furgonetas por todas las esquinas, quise contarlas, y paré en la treinta y cinco, cuando aún me quedaban más del doble. La gente, un tanto aturdida como yo, no sabía por donde circular, a cada paso un obstáculo policial te impedía seguir. Y, ¡ojo! a más de un adolescente, que probablemente volviese de sus clases, vi cómo le pedían su identificación y registraban su mochila, donde solo encontraban libros, cuadernos, bolígrafos y algún que otro resto de bocadillo.

No entendía nada, porque en la ciudad no había ningún signo que me pudiese revelar algún tipo de acto vandálico, ataque terrorista o peleas indiscriminadas. Nada de nada. Así que según fui caminando entre los personajes de azul me encontré que en el fondo de una calle larga un grupo de personas canturreaba y gritaba vítores que no era capaz de distinguir. Realmente en ningún momento se me ocurrió pensar que todo aquel dispositivo policial pudiese estar preparado para evitar una protesta. Así que ni corta ni perezosa me acerqué hasta el pequeño barullo del fondo, después de caminar casi cinco minutos por una calle vacía de ciudadanos, pero repleta de furgonetas con la luz azul y las sirenas a todo sonar.

Eran jóvenes, muchos jóvenes, pero también mayores, incluso alguna que otra familia con niños, y todos gritaban al unísono, mientras ondeaban pancartas.

La verdad que todo aquello que escuché no me parecía nada descabellado, simplemente reclamaban sus derechos y criticaban a banqueros ladrones, políticos corruptos, recortes sociales… También se quejaban de los millones de parados, que según creo recordar ya pasaban de los seis y de la pasividad, no solo de los políticos, también de la gente, de los que se quedaban mirando la caja tonta, mientras les roban sus derechos sin enterarse.

Aquella gente que chillaba y reclamaba lo que era suyo me dio mucho coraje, así que me uní, y yo también comencé a vocear aquellos lemas que me parecían justos, quería ayudarles, porque me había gustado su ciudad y quería poder volver algún día y seguir paseando por sus calles. Lo que no pude pensar en aquel momento en que me uní a la protesta es que minutos más tarde, los actores de ciencia ficción iban a desplegar sus armas e iban a empezar a dar palos sin mirar a dónde.

Me dieron un buen revolcón, y no fue como el que le dan a los toreros que acaba con aplausos del público, el mío acabó en comisaria, con identificación y unas cuantas horas perdidas entre papeleos y trámites absurdos.

Me fui sin entender nada y aun hoy, de vuelta en mi casa, sigo sin comprenderlo.

Descalzos

No sé por qué tengo la loca intuición
de que el mundo acabará perteneciendo
a los descalzos
Mario Benedetti
Vivir Adrede

Una vez me contaron que en los bosques vivían unas criaturas extraordinarias, similares a los gnomos y las hadas de los cuentos, que eran los guardianes de la naturaleza. Por aquel entonces yo tendría alrededor de cinco años y por supuesto que me lo creí, tanto que cuando andaba entre árboles, siempre pensaba que estos duendecillos me vigilaban, así que siempre tuve mucho cuidado con no tirar ningún papel al suelo, ni arrancar ninguna rama, ni ninguna hoja de las plantas.

Monasterio de Piedra

Monasterio de Piedra

Fueron pasando los años y conforme me fui haciendo adulto, estas criaturillas fueron perdiendo sentido para mí hasta el punto de olvidarme de que existían. Incluso he llegado a creer que todo eran fantasías que se contaban a los niños, aprovechándose los mayores de su capacidad imaginativa.

En esos tiempos en los que yo empezaba a perder la inocencia infantil y comenzaba a pasarme al lado oscuro de la madurez, un paseo por el bosque me abrió los ojos. Era enero y a pesar del frío invernal, el sol hizo que aquella mañana entre árboles fuese un día fantástico, en todos los sentidos de la palabra. Con la mochila a la espalda y la cámara de fotos en la mano salí a caminar con la intención de descansar del barullo de la ciudad y despejar mis sentidos. Llevaba unas botas de montaña adecuadas para los caminos pedregosos, también iba bien abrigado con camiseta térmica, polar y una buena cazadora, capaz de soportar el frío de las alturas. Tampoco me faltaba el GPS, por si en algún contratiempo me desviaba de la senda, no fuese a perderme en medio de la oscuridad nocturna. Aún así, metí en la mochila una linterna, por si la noche se echaba encima. Nada extraño podría ocurrirme porque iba totalmente equipado.

Fue embriagador el paseo, los sonidos del agua, algún que otro trinar de pájaros desconocidos y sobre todo el olor, el aroma que desprendían las plantas y los árboles, que aunque la mayoría de ellos ya había perdido las hojas, dejaban un rastro aromático muy agradable. Caminaba relajado, siguiendo el sendero y parando de vez en cuando para tomar alguna fotografía, todo estaba bajo control, hasta que en una de mis paradas, me desvié tanto del camino siguiendo el rastro de un buitre que sobrevolaba por los alrededores, que perdí la orientación y acabé en medio de un descampado rodeado de árboles y sin una señal que me indicase que ese fuera el camino. Para colmo, el GPS no tenía batería y no conseguía encenderlo.

En medio de aquel laberinto decidí ir probando por posibles salidas en busca de la ruta principal, pero una a una fui errando en cada intento. Andaba durante una media hora y en cuanto me daba cuenta que ese camino no me llevaba a ninguna parte, volvía sobre mis propios pasos al punto de partida. Llevaba así un rato largo cuando empecé a sentir un dolor insoportable en los pies, las botas eran demasiado pesadas y empezaban a rozarme en el tobillo. Además, con los nervios no paraba de sudar y la camiseta térmica, el polar y la cazadora me ahogaban de calor, sabía que eran los nervios y que debía tranquilizarme, pero sólo de pensar que estaba perdido me subía la temperatura.

Cayó la noche y yo seguía sin encontrar una ruta de vuelta a casa, ¡menos mal que metí la linterna en la mochila, sin ella ahora sí que estaba perdido! La encendí y seguí buscando un punto conocido, iba hacia delante, hacia atrás, pero nada de nada. Mis piernas comenzaban a flojear. Así que me dí por rendido y me acurruqué en un pequeño cobijo que encontré entre varios troncos de árboles. No podía pegar ojo, intentaba dormirme para que pasase cuando antes la noche, con la esperanza de que la luz del día me vislumbrara la salida del bosque. Ya no recordaba el olor embriagador de las plantas ni la calma que rondaba a mi alrededor, mi cabeza estaba sumida en una tormenta con truenos y relámpagos que no me dejaba ni descansar ni pensar en cómo volver.

Agobiado y ya pensando en lo peor que me podía ocurrir, unos ruidos a mi alrededor, me levantaron y me pusieron alerta. ¿Un jabalí? ¿Un animal salvaje que complicara aún más las cosas? Aterrado, miraba de un lado a otro sin parar, en busca de aquel ruido. Giré la cabeza bruscamente siguiendo el sonido de las hojas y lo que vi me dejó atónito, sin palabras, no podía ni gritar de terror. Era una de esas criaturillas de las que tanto me hablaron en mi infancia, un duende de los que aparecen en los cuentos infantiles. No sabía cómo reaccionar, no sabía si estaba soñando o si realmente estaba ocurriendo. Dio una cuantas vueltas a mi alrededor y empezó a parlotear, no entendía nada de lo que decía y yo me ponía más nervioso, no podía pronunciar sonido alguno y los rayos y relámpagos de mi cabeza no cesaban.

trenti3Después de un rato, mis oídos se fueron acostumbrando a sus susurros y fui entendiendo todo lo que me decía. Tranquilo, muchacho, tranquilo, decía el duende. No creas que te has perdido, has logrado retomar el camino, y volver a la senda que siempre habías seguido y que un día abandonaste. Si me sigues te llevaré al hogar, con todos nosotros, allí no necesitarás GPS, ni linterna, ni tampoco una cazadora tan ostentosa. Allí simplemente disfrutarás de la naturaleza y de sus olores y sabores. Vamos muchacho, acompáñame.

Por un momento dudé, pero recapacité rápidamente y me di cuenta que en esos momentos era mi única salida. Nunca se lo contaría a nadie, no me tomaran por loco, pero ahora era la mejor opción para salir al bosque, así que me levanté y comencé a andar. No había dado dos pasos cuando un dolor insoportable en lo pies me impedía caminar, andaba cojeando cuando la criaturilla del bosque me dijo: “Descálzate. ¿No crees que esas botas tan brutas y grandes te impiden caminar? Así no puedes sentir la naturaleza, así es normal que te pierdas porque no puedes apreciar las verdaderas direcciones de los caminos. Muchacho, mis plantas de los pies ya están acostumbradas al trasiego de los senderos, es fácil, solo tienes que quitarte ese calzado que te impide caminar”.

Me quité las botas y el dolor desapareció, tanto que todo el camino fui correteando tras el pequeño trastolillo. Cuando me quise dar cuenta habíamos llegado a un pequeño claro del bosque, donde había unas extrañas cuevas, entre caminos iluminados con luciérnagas que se escondían entre los arbustos.
Ya hemos llegado, este es tu hogar, del que estuviste a punto de no volver. ¿Recuerdas los cuentos que te contaban tus abuelos? ¿Y las historietas de los libros? Los adultos pronto se calzan unas botas gruesas que les impide seguir el camino del bosque. Acuérdate siempre que descalzos podemos sentir lo que la naturaleza nos dice y estaremos más cerca de la senda de la vida.

Y así fue como me desprendí de mis botas y descalzo regresé al mundo de la fantasía y la realidad de las criaturillas del bosque. Pronto mis orejas se pusieron puntiagudas y mi cuerpo se adaptó a vivir entre árboles y plantas. Y ahora vivo feliz entre duendes y gnomos, como en los tiempos en que los mayores me contaban historietas alegóricas.

En lo alto de la montaña

Me quedé petrificado. Sí, sí, así como lo leen, me convertí en estatua de piedra, y eso fue hace muchos años, tantos que se pueden contar por siglos. Y desde entonces observo mi alrededor inquieto y preocupado porque, a pesar del paso del tiempo, todo cambia, pero nada se transforma. En Cajamarca, primero en el valle y ahora en lo alto de la montaña, rodeado de ceja de selva, he vivido toda mi vida y aquí inmóvil observo el transcurrir de los días de las gentes del siglo XXI.

En tiempos de los incas, en una comunidad agrícola junto al río, nací, crecí y viví en un entorno agradable e incluso podría decir que feliz. Allí transcurrió mi infancia hasta que los colonizadores arribaron a nuestras tierras y pusieron todo patas arriba. Creo recordar que rondaba el año 1532 cuando el español Pizarro llegó a nuestro poblado, cargado de fusiles, balas y otros utensilios de tortura que pronto puso en práctica. Acabó con nuestra organización, nuestras costumbres y nos envió a lo alto de la montaña, allí habían descubierto las minas que se convertirían en la ruina de los indígenas y en la gallina de los huevos de oro de los europeos.

En poco tiempo tomaron el control de la zona, nos echaron de nuestras comunidades agrícolas y nos enviaron a trabajar a la mina, a extraer el oro y la plata que más tarde enviarían en barcos a Europa para comercializarlo a precios astronómicos. Nos convertimos en esclavos, perdimos nuestra libertad, dejamos de cultivar nuestras tierras y en jornadas que se prolongaban de sol a sol, bajamos a las profundidades de la tierra en busca de un mineral al que nosotros jamás tendríamos acceso.

Los pocos que resistieron en los poblados pronto tuvieron que huir. La explotación de las minas de la montaña contaminó el agua que bajaba por el río hasta sus casas y todo lo que encontraba a su paso, lo que impedía que sus cultivos creciesen y que la vida en ese entorno fuese imposible. Al final los colonos consiguieron acabar con la población indígena, la huida supuso la captura de unos y la muerte de otros.

Mi historia corrió otro destino, yo fui de los primeros en subir a la mina, de los que con pico y pala fue excavando la entrada de los horrores, y por supuesto, también fui de los primeros que pasó horas y horas en el interior extrayendo la plata que otros utilizarían para enriquecerse. Por el camino perdí a mis padres, a mis hermanos y sobrinos, pero yo sobrevivía a duras penas, con la esperanza de que todo cambiase algún día. Pero no luché, no me revelé contra los colonos, y acaté todas sus órdenes, leyes y edictos sin rechistar. Creo que por eso cumplo esta condena de inmortalidad, porque no me enfrenté a ellos y traté de que mis sueños de libertad se hiciesen realidad.

Todo ocurrió uno de tantos días que casi sin fuerzas y en un estado de salud penoso comenzó mi rutina de trabajo. Cuando habían pasado unas horas ya no sabía dónde me encontraba y qué hacía, me dedicaba a repetir mecánicamente todos mis movimientos, tanto fue así que sin darme cuenta mis compañeros salieron al exterior y yo me quedé allí, trabajando sin parar. Entonces la montaña se vino abajo y yo quedé enterrado, era ya de noche, y nadie se preocupó por saber si había alguien allí dentro.

Nadie supo nada más de mí, me dieron por desaparecido, las piedras me sepultaron, y cuando recobré el sentido me había convertido en lo que soy ahora mismo, una montaña, una estatua de piedra. Desde entonces observo la realidad desde la postura de un ser inerte, pero con la mentalidad de un ser humano, que fue un esclavo minero.

Los años han pasado y aunque la vida en Cajamarca ha ido transformándose según iban pasando generaciones y generaciones, aquí desde lo alto de la montaña lo que observo no me resulta desconocido. Las grandes multinacionales han llegado a la región dispuestas a desarrollar un gran proyecto minero, que volverá a repetir el mismo patrón que antaño. Esta vez no se les llamará esclavos, pero la población padecerá los problemas que supone la explotación de una mina en una región que aún vive las consecuencias del pasado minero.

El futuro proyecto minero Conga volverá a traer la pobreza y el desastre de esta ciudad, mientras en occidente muchos serán los que se enriquezcan con este negocio.

Ventanales

Cárceles sin barrotes.
Habitaciones sin cerraduras.
Ventanas hacia la lejanía, para ver lo que se extiende más allá de las cuatro paredes de un apartamento en la ciudad, una casa en la playa o una habitación compartida.
Dos mujeres, con un pasado, un presente y probablemente un futuro.
Relatos sin trama. Lectores que crean historias, escritores que esperan leerlas. Pintores que encienden imaginaciones.

Muchacha en la ventana (1925). Salvador Dalí.

A lo lejos, el MAR. Y en el interior, una muchacha que quizá pasa sus vacaciones, descansa de un arduo día de trabajo, o simplemente, deja pasar las horas…

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Morning Sun (1952). Edward Hopper.

Tras la ventana, la CIUDAD. Edificios y pavimentos observados desde el interior de una habitación de hotel, un cuarto del hogar familiar, un habitáculo desconocido…

Un menú peculiar

Mi abuela anda un poco senil, ya saben, la edad, pero el otro día me dejó un poco preocupado. Me llamó durante la semana varias veces insistiendo en que fuese un día a comer a su casa, y claro, cómo negarse a un suculento menú de abuela, así que le confirmé mi asistencia, el sábado a eso de las dos del mediodía estaría allí. Me prometió y requete prometió que me iba a sorprender, que había ido al mercado y había encontrado unos productos muy buenos, que los había probado y no podía parar de comerlos. Me chuparía los dedos.

No le di ninguna importancia. Pensé que habría descubierto alguna fruta exótica, algún alimento de otro país. En sus tiempos no comía más que lo que se cultivaba en su huerto, cualquier cosa fuera de lo autóctono, le parecía una novedad. Así fueron pasando los días, hasta que llegó el sábado y me encaminé a su casa. Por el camino compré unos pasteles, siempre llevaba algún dulce, aunque nunca lo probábamos porque el menú siempre era bastante abundante y rara vez llegábamos al postre. Sin embargo, yo se lo seguía llevando, sabía que al día siguiente vendrían sus amigas a merendar y podría fardar ofreciéndoles unos «pasteles que le había traído su nieto».

Al llegar ya se me hizo un poco raro, al subir por las escaleras no olía a ningún suculento plato, y cuando entré en la casa, fui husmeando hasta la cocina y ni siquiera entonces pude percibir el olor de ningún manjar, como ocurría otras veces. Mi abuela, como toda abuela, me recibió con los brazos abiertos y me llenó la cara de besos. ¡Ay, hijo! ¡Qué delgado te estás quedando! ¿Ya comes bien?, era la retahíla de siempre, las preguntas de siempre, que aunque repetitivas, no me cansaba de oír, porque sabía que eran palabras de abuela. ¡Siéntate a la mesa!, me dijo, ¡lo tengo todo listo!, ¡verás qué suculento menú he preparado!

No me dio tiempo casi ni a posar los pasteles sobre la mesa y quitarme el abrigo, cuando ya estaba sentado en la mesa, frente a una estampa un poco peculiar. En el centro de la mesa había una fuente de porcelana enorme, sobre la que mi abuela había colocado tres volúmenes de una enciclopedia, la A, la C y la M. Junto a la ensaladera, había dos platos más, uno con «Las Venas Abiertas de América Latina», de Eduardo Galeano, y otro con «La Fundación», de Isaac Asimov. Pero eso no era todo. Sobre mi plato estaba «El Perfume», de Patrick Suskind, y sobre su plato, un recopilatorio de cuentos de Mario Benedetti. Los cubiertos eran marcapáginas y las servilletas, pequeños libros de cuentos infantiles, el mío era Caperucita, el suyo, «Garbancito».


Casi no podía pronunciar palabra, estaba atónito. ¡Abuela!, ¿qué hacen todos estos libros aquí? ¿Por qué no los guardas en la biblioteca de la sala? Anda, te ayudo a recoger todo esto. Pero ella se negó. Hijo, esta es la comida de la que te hablé por teléfono, los nuevos productos que han traído al mercado. Hace días fui al mercado y en el puesto de la carne han traído todos estos libros, al principio me quedé un poco contrariada, pero un chico muy simpático me contó que a partir de ahora venderían libros al peso, en lugar de pollo, serían libros. Me dijo que probara, que me llevara un kilo, y desde entonces, voy al menos un par de días a la semana. El señor del puesto no veas qué bien me trata y me recomienda alguno que otro. Ya me dijo, a su nieto llévele El Perfume, seguro que le gusta, y por eso te lo he servido hoy en la comida. Anoche también cené uno, «Cien años de soledad», de García Márquez, qué buena fue la digestión, me dormí soñando con Macondo y la saga de los Buendía…

No sabía qué decirle, cómo explicarle que solo con libros no podría alimentarse, que estaba bien que leyese, pero ¡cómo iba a creer que leyendo un libro iba a sustituir una comida! No pude hacerla entrar en razón. Me contó que cuando fue a la revisión médica el doctor se había puesto muy contento y que le dijo que tenía la tensión perfecta y que ya no sería necesario que tomara la pastilla de la noche.

No quise insistir, preferí dejarla con la ilusión de sus libros, con sus viajes a Macondo y sus novelas policíacas. Desde entonces, voy todos los domingos a comer, bueno más bien a leer. Yo soy el que lleva la comida y así mientras los dos degustamos algún ejemplar curioso, nos tomamos unas verduras, unos pastelitos o un café. Ella es feliz comprando en el mercado y yo disfruto cada fin de semana con una nueva aventura. El último, «La isla del día de antes», me dejó un buen sabor de boca.

LQ La Casquería – Libros al peso
Mercado de San Fernando
C/ Embajadores, 14
Madrid

Café

No solo era por la cafeína, también era por su olor y su sabor. El café ha formado parte de mi vida siempre, ha sido como una rutina, mi despertar, mi descanso de media mañana, el placer de después de comer, la charla entre amigos a la salida del trabajo, un miércoles cualquiera, un sábado de descanso.

Por las mañanas, se convirtió en todo un ritual. Moler los granos del café, unas veces 100% de Colombia, otras 100% de Brasil, otras un paquete de regalo que me habían traído de Costa Rica. Después a la cafetera, italiana, mi favorita, porque la americana lo deja muy aguado y en la espresso pierde aroma. Y escogía la taza, de porcelana, blanca y de tamaño mediano, tirando a grande. Mientras se hacía, me iba corriendo a la ducha, cuando volvía el olor que había en la cocina ya me iba despejando. Y el momento de tomarlo, sorbo a sorbo y saboreándolo lentamente, nunca me cansaba de tomar café.

Sin embargo, fue un día cualquiera. Al despertar, mientras sostenía una taza humeante, cuando me vino todo a la cabeza. Pasaron por mi mente multitud de imágenes, mientras el café iba perdiendo todo el sabor y comenzaba a tener una textura áspera y amarga.

Las imágenes se fueron sucediendo una a una. De repente, estaba en el departamento de San Lorenzo en el municipio de Riosucio en Caldas (Colombia), estaba junto a un grupo de agricultores, indígenas, que discutían entre ellos. Hablaban de la cosecha, citaban cifras, pesos, precios, medidas, y se levantaban la voz los unos a los otros, gritaban, yo era uno de los que voceaba en busca de un consenso que no llegaba. Pronto me di cuenta de qué debatíamos, conversábamos sobre el grano de café, las toneladas de producción de ese año y la caída de los precios.

En Colombia, cientos de miles de familias viven alrededor de esta actividad y sólo en Caldas, alrededor de veinte mil hogares sobreviven gracias al cultivo del café. Y malviven porque los precios tanto internos como externos son excesivamente bajos. El precio por producir alrededor de 25 libras en el mercado colombiano es de 50.000 pesos e incluso menos, lo que preocupa a los agricultores, porque cada año los impuestos son mayores y cuesta más sacar rentabilidad al cultivo.

Todas estas cifras vinieron a mi cabeza y me sentí como un cafetero más, como un agricultor en busca de mi pan. Cuando volví a la realidad y me sorprendí sentado en mi cocina con un paquete de café abierto y una taza humeante en la mano, perdí las ganas por darle siquiera un sorbo, y cuando lo intenté había perdido todo el encanto.

Desde entonces, las mañanas son más tediosas y preparar el café supone todo un trauma. Incluso ya no lo hago diariamente, procuro hacer una cafetera que dure días, ya no me importa que lleve tiempo hecho, ya ha perdido su sabor, incluso antes de que empezara a prepararlo.

Cuando me sentí cafetero comprobé que el placer de tomarlo no se correspondía con el sufrimiento y los desagravios de cultivarlo. Ahora, el café tiene otro valor para mí.

Reencuentros


“Caperucita Roja fue mi primer amor.

Tenía la sensación de que,

si me hubiera casado con Caperucita Roja,

habría conocido la felicidad completa”.

Charles Dickens

 

 Fue el abrigo rojo y la capucha, sobre todo la capucha, que esta vez no llevaba puesta, pero antaño nunca se quitaba. Era jueves y yo estaba en el café de siempre esperando a mi amigo con el que me reencontraba cada semana. Miraba por la ventana cuando la ví, cruzando la calle, corría, debía de tener prisa, pero me dio tiempo no sólo a verla, sino también a reconocerla y volver a tiempos pasados.

Pronto llegó mi amigo y comenzamos nuestra charla habitual, sin embargo, no podía prestarle atención, mis pensamientos estaban en otro lugar, en otra época, con otra persona. Recordaba a aquella niña, tendría entre seis y siete años, con su capa roja y su cestita, siempre alegre y con una sonrisa en la boca. Ya entonces me cautivó, yo, que tendría ocho o nueve años, esperaba cada día a que llegase al colegio, a que fuese a su fila para entrar en clase, siempre cruzábamos nuestras miradas, aunque entonces éramos demasiado inocentes como para saber qué significaba.

De repente volví a mi infancia, a los recreos, cuando nos vigilábamos    por el rabillo del ojo. No podía quitarle la vista de encima, era tan alegre, tan pronto estaba jugando con los niños de la clase al fútbol, como en la otra punta con las niñas a la comba. Yo sabía que ella también me perseguía con la mirada sigilosamente, más de una vez nos descubrimos mirándonos y entonces nos sonreíamos un tanto sonrojados.

Sin embargo, a pesar de la cercanía, nos separaba un mundo bastante grande. Ella se pasaba el día con sus amigos, su círculo de compañeros de curso, que no dejaban mezclarse con los mayores, donde estaba yo. Nuestra relación no se basaba en palabras, no había conversaciones más allá de un hola, un qué tal o un a dónde vas, que tímidamente nos atrevíamos a decirnos cuando nos encontrábamos de frente. En cambio, con nuestras miradas, gestos y asentimientos podíamos llegarnos a decir palabras que nunca nos hubiéramos atrevido a pronunciar con aquella edad.

Buscaba a todas horas a la niña de la caperuza roja, solo con verla ya me cambiaba el humor, me tranquilizaba y el día tenía sentido. Así fueron pasando los meses, quizá algún año, hasta que de pronto la pequeña de rojo desapareció, no volvió al colegio y nunca más la volvió a ver nadie. Al principio creíamos que sería una gripe, quizá una pulmonía que era más grave y por eso tardaba en volver a las clases. Pero pronto llegaron las especulaciones y las historias, unos hablaban de que la habían raptado unos cazadores, otros que se había perdido en el bosque. Aunque la leyenda que se quedó en mi cabeza fue la que me contó mi madre. Pobre pequeña, decía, su mamá le mandó que le llevara unos dulces en su cestita de mimbre a su abuelita que vive en el bosque, y un lobo la engañó de camino y se la llevó a su guarida, donde viven juntos desde entonces. Por eso ella no está aquí y por eso no debes prestarle atención a los lobos que te encuentres, continúa tu camino y no les hagas caso, se irán. Me quedé con esa historia, porque en el fondo preferí que se la llevara un lobo a imaginármela sola y perdida entre arbustos en el bosque.

Cuando me quise dar cuenta, mi amigo me miraba con cara de pocos amigos. ¿Qué te ocurre? Llevo media hora hablando y parece que estás en otro sitio. Ni has probado gota del café, se te ha debido de quedar helado. ¿Pedimos que te lo calienten?

Entonces, como volviendo en mí, giré la cabeza y la volví a ver, seguía con su abrigo rojo puesto, pero esta vez estaba de espaldas, sentada en una mesa, junto con otra persona. No lo pude resistir y me levanté, fui directamente hacia donde estaba, mientras mi amigo me miraba atónito preguntándome a dónde iba. Cuando me acerqué, su acompañante se giró y me miró. No podía dar crédito, bajo la vestimenta de un hombre normal, se escondía un animal. Era el lobo que mi madre me contó, no podía creerlo. Me giré hacia ella y su mirada me lo dijo todo. Resignación y tristeza había en sus ojos. Asentimos los dos y melancólicamente me alejé. Caperucita Roja fue mi primer amor, ahora había otra persona esperándome en mi casa, no sé si con forma de lobo o no, pero era diferente a ella.