Café

No solo era por la cafeína, también era por su olor y su sabor. El café ha formado parte de mi vida siempre, ha sido como una rutina, mi despertar, mi descanso de media mañana, el placer de después de comer, la charla entre amigos a la salida del trabajo, un miércoles cualquiera, un sábado de descanso.

Por las mañanas, se convirtió en todo un ritual. Moler los granos del café, unas veces 100% de Colombia, otras 100% de Brasil, otras un paquete de regalo que me habían traído de Costa Rica. Después a la cafetera, italiana, mi favorita, porque la americana lo deja muy aguado y en la espresso pierde aroma. Y escogía la taza, de porcelana, blanca y de tamaño mediano, tirando a grande. Mientras se hacía, me iba corriendo a la ducha, cuando volvía el olor que había en la cocina ya me iba despejando. Y el momento de tomarlo, sorbo a sorbo y saboreándolo lentamente, nunca me cansaba de tomar café.

Sin embargo, fue un día cualquiera. Al despertar, mientras sostenía una taza humeante, cuando me vino todo a la cabeza. Pasaron por mi mente multitud de imágenes, mientras el café iba perdiendo todo el sabor y comenzaba a tener una textura áspera y amarga.

Las imágenes se fueron sucediendo una a una. De repente, estaba en el departamento de San Lorenzo en el municipio de Riosucio en Caldas (Colombia), estaba junto a un grupo de agricultores, indígenas, que discutían entre ellos. Hablaban de la cosecha, citaban cifras, pesos, precios, medidas, y se levantaban la voz los unos a los otros, gritaban, yo era uno de los que voceaba en busca de un consenso que no llegaba. Pronto me di cuenta de qué debatíamos, conversábamos sobre el grano de café, las toneladas de producción de ese año y la caída de los precios.

En Colombia, cientos de miles de familias viven alrededor de esta actividad y sólo en Caldas, alrededor de veinte mil hogares sobreviven gracias al cultivo del café. Y malviven porque los precios tanto internos como externos son excesivamente bajos. El precio por producir alrededor de 25 libras en el mercado colombiano es de 50.000 pesos e incluso menos, lo que preocupa a los agricultores, porque cada año los impuestos son mayores y cuesta más sacar rentabilidad al cultivo.

Todas estas cifras vinieron a mi cabeza y me sentí como un cafetero más, como un agricultor en busca de mi pan. Cuando volví a la realidad y me sorprendí sentado en mi cocina con un paquete de café abierto y una taza humeante en la mano, perdí las ganas por darle siquiera un sorbo, y cuando lo intenté había perdido todo el encanto.

Desde entonces, las mañanas son más tediosas y preparar el café supone todo un trauma. Incluso ya no lo hago diariamente, procuro hacer una cafetera que dure días, ya no me importa que lleve tiempo hecho, ya ha perdido su sabor, incluso antes de que empezara a prepararlo.

Cuando me sentí cafetero comprobé que el placer de tomarlo no se correspondía con el sufrimiento y los desagravios de cultivarlo. Ahora, el café tiene otro valor para mí.