Reencuentros


“Caperucita Roja fue mi primer amor.

Tenía la sensación de que,

si me hubiera casado con Caperucita Roja,

habría conocido la felicidad completa”.

Charles Dickens

 

 Fue el abrigo rojo y la capucha, sobre todo la capucha, que esta vez no llevaba puesta, pero antaño nunca se quitaba. Era jueves y yo estaba en el café de siempre esperando a mi amigo con el que me reencontraba cada semana. Miraba por la ventana cuando la ví, cruzando la calle, corría, debía de tener prisa, pero me dio tiempo no sólo a verla, sino también a reconocerla y volver a tiempos pasados.

Pronto llegó mi amigo y comenzamos nuestra charla habitual, sin embargo, no podía prestarle atención, mis pensamientos estaban en otro lugar, en otra época, con otra persona. Recordaba a aquella niña, tendría entre seis y siete años, con su capa roja y su cestita, siempre alegre y con una sonrisa en la boca. Ya entonces me cautivó, yo, que tendría ocho o nueve años, esperaba cada día a que llegase al colegio, a que fuese a su fila para entrar en clase, siempre cruzábamos nuestras miradas, aunque entonces éramos demasiado inocentes como para saber qué significaba.

De repente volví a mi infancia, a los recreos, cuando nos vigilábamos    por el rabillo del ojo. No podía quitarle la vista de encima, era tan alegre, tan pronto estaba jugando con los niños de la clase al fútbol, como en la otra punta con las niñas a la comba. Yo sabía que ella también me perseguía con la mirada sigilosamente, más de una vez nos descubrimos mirándonos y entonces nos sonreíamos un tanto sonrojados.

Sin embargo, a pesar de la cercanía, nos separaba un mundo bastante grande. Ella se pasaba el día con sus amigos, su círculo de compañeros de curso, que no dejaban mezclarse con los mayores, donde estaba yo. Nuestra relación no se basaba en palabras, no había conversaciones más allá de un hola, un qué tal o un a dónde vas, que tímidamente nos atrevíamos a decirnos cuando nos encontrábamos de frente. En cambio, con nuestras miradas, gestos y asentimientos podíamos llegarnos a decir palabras que nunca nos hubiéramos atrevido a pronunciar con aquella edad.

Buscaba a todas horas a la niña de la caperuza roja, solo con verla ya me cambiaba el humor, me tranquilizaba y el día tenía sentido. Así fueron pasando los meses, quizá algún año, hasta que de pronto la pequeña de rojo desapareció, no volvió al colegio y nunca más la volvió a ver nadie. Al principio creíamos que sería una gripe, quizá una pulmonía que era más grave y por eso tardaba en volver a las clases. Pero pronto llegaron las especulaciones y las historias, unos hablaban de que la habían raptado unos cazadores, otros que se había perdido en el bosque. Aunque la leyenda que se quedó en mi cabeza fue la que me contó mi madre. Pobre pequeña, decía, su mamá le mandó que le llevara unos dulces en su cestita de mimbre a su abuelita que vive en el bosque, y un lobo la engañó de camino y se la llevó a su guarida, donde viven juntos desde entonces. Por eso ella no está aquí y por eso no debes prestarle atención a los lobos que te encuentres, continúa tu camino y no les hagas caso, se irán. Me quedé con esa historia, porque en el fondo preferí que se la llevara un lobo a imaginármela sola y perdida entre arbustos en el bosque.

Cuando me quise dar cuenta, mi amigo me miraba con cara de pocos amigos. ¿Qué te ocurre? Llevo media hora hablando y parece que estás en otro sitio. Ni has probado gota del café, se te ha debido de quedar helado. ¿Pedimos que te lo calienten?

Entonces, como volviendo en mí, giré la cabeza y la volví a ver, seguía con su abrigo rojo puesto, pero esta vez estaba de espaldas, sentada en una mesa, junto con otra persona. No lo pude resistir y me levanté, fui directamente hacia donde estaba, mientras mi amigo me miraba atónito preguntándome a dónde iba. Cuando me acerqué, su acompañante se giró y me miró. No podía dar crédito, bajo la vestimenta de un hombre normal, se escondía un animal. Era el lobo que mi madre me contó, no podía creerlo. Me giré hacia ella y su mirada me lo dijo todo. Resignación y tristeza había en sus ojos. Asentimos los dos y melancólicamente me alejé. Caperucita Roja fue mi primer amor, ahora había otra persona esperándome en mi casa, no sé si con forma de lobo o no, pero era diferente a ella.