Un menú peculiar

Mi abuela anda un poco senil, ya saben, la edad, pero el otro día me dejó un poco preocupado. Me llamó durante la semana varias veces insistiendo en que fuese un día a comer a su casa, y claro, cómo negarse a un suculento menú de abuela, así que le confirmé mi asistencia, el sábado a eso de las dos del mediodía estaría allí. Me prometió y requete prometió que me iba a sorprender, que había ido al mercado y había encontrado unos productos muy buenos, que los había probado y no podía parar de comerlos. Me chuparía los dedos.

No le di ninguna importancia. Pensé que habría descubierto alguna fruta exótica, algún alimento de otro país. En sus tiempos no comía más que lo que se cultivaba en su huerto, cualquier cosa fuera de lo autóctono, le parecía una novedad. Así fueron pasando los días, hasta que llegó el sábado y me encaminé a su casa. Por el camino compré unos pasteles, siempre llevaba algún dulce, aunque nunca lo probábamos porque el menú siempre era bastante abundante y rara vez llegábamos al postre. Sin embargo, yo se lo seguía llevando, sabía que al día siguiente vendrían sus amigas a merendar y podría fardar ofreciéndoles unos «pasteles que le había traído su nieto».

Al llegar ya se me hizo un poco raro, al subir por las escaleras no olía a ningún suculento plato, y cuando entré en la casa, fui husmeando hasta la cocina y ni siquiera entonces pude percibir el olor de ningún manjar, como ocurría otras veces. Mi abuela, como toda abuela, me recibió con los brazos abiertos y me llenó la cara de besos. ¡Ay, hijo! ¡Qué delgado te estás quedando! ¿Ya comes bien?, era la retahíla de siempre, las preguntas de siempre, que aunque repetitivas, no me cansaba de oír, porque sabía que eran palabras de abuela. ¡Siéntate a la mesa!, me dijo, ¡lo tengo todo listo!, ¡verás qué suculento menú he preparado!

No me dio tiempo casi ni a posar los pasteles sobre la mesa y quitarme el abrigo, cuando ya estaba sentado en la mesa, frente a una estampa un poco peculiar. En el centro de la mesa había una fuente de porcelana enorme, sobre la que mi abuela había colocado tres volúmenes de una enciclopedia, la A, la C y la M. Junto a la ensaladera, había dos platos más, uno con «Las Venas Abiertas de América Latina», de Eduardo Galeano, y otro con «La Fundación», de Isaac Asimov. Pero eso no era todo. Sobre mi plato estaba «El Perfume», de Patrick Suskind, y sobre su plato, un recopilatorio de cuentos de Mario Benedetti. Los cubiertos eran marcapáginas y las servilletas, pequeños libros de cuentos infantiles, el mío era Caperucita, el suyo, «Garbancito».


Casi no podía pronunciar palabra, estaba atónito. ¡Abuela!, ¿qué hacen todos estos libros aquí? ¿Por qué no los guardas en la biblioteca de la sala? Anda, te ayudo a recoger todo esto. Pero ella se negó. Hijo, esta es la comida de la que te hablé por teléfono, los nuevos productos que han traído al mercado. Hace días fui al mercado y en el puesto de la carne han traído todos estos libros, al principio me quedé un poco contrariada, pero un chico muy simpático me contó que a partir de ahora venderían libros al peso, en lugar de pollo, serían libros. Me dijo que probara, que me llevara un kilo, y desde entonces, voy al menos un par de días a la semana. El señor del puesto no veas qué bien me trata y me recomienda alguno que otro. Ya me dijo, a su nieto llévele El Perfume, seguro que le gusta, y por eso te lo he servido hoy en la comida. Anoche también cené uno, «Cien años de soledad», de García Márquez, qué buena fue la digestión, me dormí soñando con Macondo y la saga de los Buendía…

No sabía qué decirle, cómo explicarle que solo con libros no podría alimentarse, que estaba bien que leyese, pero ¡cómo iba a creer que leyendo un libro iba a sustituir una comida! No pude hacerla entrar en razón. Me contó que cuando fue a la revisión médica el doctor se había puesto muy contento y que le dijo que tenía la tensión perfecta y que ya no sería necesario que tomara la pastilla de la noche.

No quise insistir, preferí dejarla con la ilusión de sus libros, con sus viajes a Macondo y sus novelas policíacas. Desde entonces, voy todos los domingos a comer, bueno más bien a leer. Yo soy el que lleva la comida y así mientras los dos degustamos algún ejemplar curioso, nos tomamos unas verduras, unos pastelitos o un café. Ella es feliz comprando en el mercado y yo disfruto cada fin de semana con una nueva aventura. El último, «La isla del día de antes», me dejó un buen sabor de boca.

LQ La Casquería – Libros al peso
Mercado de San Fernando
C/ Embajadores, 14
Madrid

Reencuentros


“Caperucita Roja fue mi primer amor.

Tenía la sensación de que,

si me hubiera casado con Caperucita Roja,

habría conocido la felicidad completa”.

Charles Dickens

 

 Fue el abrigo rojo y la capucha, sobre todo la capucha, que esta vez no llevaba puesta, pero antaño nunca se quitaba. Era jueves y yo estaba en el café de siempre esperando a mi amigo con el que me reencontraba cada semana. Miraba por la ventana cuando la ví, cruzando la calle, corría, debía de tener prisa, pero me dio tiempo no sólo a verla, sino también a reconocerla y volver a tiempos pasados.

Pronto llegó mi amigo y comenzamos nuestra charla habitual, sin embargo, no podía prestarle atención, mis pensamientos estaban en otro lugar, en otra época, con otra persona. Recordaba a aquella niña, tendría entre seis y siete años, con su capa roja y su cestita, siempre alegre y con una sonrisa en la boca. Ya entonces me cautivó, yo, que tendría ocho o nueve años, esperaba cada día a que llegase al colegio, a que fuese a su fila para entrar en clase, siempre cruzábamos nuestras miradas, aunque entonces éramos demasiado inocentes como para saber qué significaba.

De repente volví a mi infancia, a los recreos, cuando nos vigilábamos    por el rabillo del ojo. No podía quitarle la vista de encima, era tan alegre, tan pronto estaba jugando con los niños de la clase al fútbol, como en la otra punta con las niñas a la comba. Yo sabía que ella también me perseguía con la mirada sigilosamente, más de una vez nos descubrimos mirándonos y entonces nos sonreíamos un tanto sonrojados.

Sin embargo, a pesar de la cercanía, nos separaba un mundo bastante grande. Ella se pasaba el día con sus amigos, su círculo de compañeros de curso, que no dejaban mezclarse con los mayores, donde estaba yo. Nuestra relación no se basaba en palabras, no había conversaciones más allá de un hola, un qué tal o un a dónde vas, que tímidamente nos atrevíamos a decirnos cuando nos encontrábamos de frente. En cambio, con nuestras miradas, gestos y asentimientos podíamos llegarnos a decir palabras que nunca nos hubiéramos atrevido a pronunciar con aquella edad.

Buscaba a todas horas a la niña de la caperuza roja, solo con verla ya me cambiaba el humor, me tranquilizaba y el día tenía sentido. Así fueron pasando los meses, quizá algún año, hasta que de pronto la pequeña de rojo desapareció, no volvió al colegio y nunca más la volvió a ver nadie. Al principio creíamos que sería una gripe, quizá una pulmonía que era más grave y por eso tardaba en volver a las clases. Pero pronto llegaron las especulaciones y las historias, unos hablaban de que la habían raptado unos cazadores, otros que se había perdido en el bosque. Aunque la leyenda que se quedó en mi cabeza fue la que me contó mi madre. Pobre pequeña, decía, su mamá le mandó que le llevara unos dulces en su cestita de mimbre a su abuelita que vive en el bosque, y un lobo la engañó de camino y se la llevó a su guarida, donde viven juntos desde entonces. Por eso ella no está aquí y por eso no debes prestarle atención a los lobos que te encuentres, continúa tu camino y no les hagas caso, se irán. Me quedé con esa historia, porque en el fondo preferí que se la llevara un lobo a imaginármela sola y perdida entre arbustos en el bosque.

Cuando me quise dar cuenta, mi amigo me miraba con cara de pocos amigos. ¿Qué te ocurre? Llevo media hora hablando y parece que estás en otro sitio. Ni has probado gota del café, se te ha debido de quedar helado. ¿Pedimos que te lo calienten?

Entonces, como volviendo en mí, giré la cabeza y la volví a ver, seguía con su abrigo rojo puesto, pero esta vez estaba de espaldas, sentada en una mesa, junto con otra persona. No lo pude resistir y me levanté, fui directamente hacia donde estaba, mientras mi amigo me miraba atónito preguntándome a dónde iba. Cuando me acerqué, su acompañante se giró y me miró. No podía dar crédito, bajo la vestimenta de un hombre normal, se escondía un animal. Era el lobo que mi madre me contó, no podía creerlo. Me giré hacia ella y su mirada me lo dijo todo. Resignación y tristeza había en sus ojos. Asentimos los dos y melancólicamente me alejé. Caperucita Roja fue mi primer amor, ahora había otra persona esperándome en mi casa, no sé si con forma de lobo o no, pero era diferente a ella.