No sé por qué tengo la loca intuición
de que el mundo acabará perteneciendo
a los descalzos
Mario Benedetti
Vivir Adrede
Una vez me contaron que en los bosques vivían unas criaturas extraordinarias, similares a los gnomos y las hadas de los cuentos, que eran los guardianes de la naturaleza. Por aquel entonces yo tendría alrededor de cinco años y por supuesto que me lo creí, tanto que cuando andaba entre árboles, siempre pensaba que estos duendecillos me vigilaban, así que siempre tuve mucho cuidado con no tirar ningún papel al suelo, ni arrancar ninguna rama, ni ninguna hoja de las plantas.
Fueron pasando los años y conforme me fui haciendo adulto, estas criaturillas fueron perdiendo sentido para mí hasta el punto de olvidarme de que existían. Incluso he llegado a creer que todo eran fantasías que se contaban a los niños, aprovechándose los mayores de su capacidad imaginativa.
En esos tiempos en los que yo empezaba a perder la inocencia infantil y comenzaba a pasarme al lado oscuro de la madurez, un paseo por el bosque me abrió los ojos. Era enero y a pesar del frío invernal, el sol hizo que aquella mañana entre árboles fuese un día fantástico, en todos los sentidos de la palabra. Con la mochila a la espalda y la cámara de fotos en la mano salí a caminar con la intención de descansar del barullo de la ciudad y despejar mis sentidos. Llevaba unas botas de montaña adecuadas para los caminos pedregosos, también iba bien abrigado con camiseta térmica, polar y una buena cazadora, capaz de soportar el frío de las alturas. Tampoco me faltaba el GPS, por si en algún contratiempo me desviaba de la senda, no fuese a perderme en medio de la oscuridad nocturna. Aún así, metí en la mochila una linterna, por si la noche se echaba encima. Nada extraño podría ocurrirme porque iba totalmente equipado.
Fue embriagador el paseo, los sonidos del agua, algún que otro trinar de pájaros desconocidos y sobre todo el olor, el aroma que desprendían las plantas y los árboles, que aunque la mayoría de ellos ya había perdido las hojas, dejaban un rastro aromático muy agradable. Caminaba relajado, siguiendo el sendero y parando de vez en cuando para tomar alguna fotografía, todo estaba bajo control, hasta que en una de mis paradas, me desvié tanto del camino siguiendo el rastro de un buitre que sobrevolaba por los alrededores, que perdí la orientación y acabé en medio de un descampado rodeado de árboles y sin una señal que me indicase que ese fuera el camino. Para colmo, el GPS no tenía batería y no conseguía encenderlo.
En medio de aquel laberinto decidí ir probando por posibles salidas en busca de la ruta principal, pero una a una fui errando en cada intento. Andaba durante una media hora y en cuanto me daba cuenta que ese camino no me llevaba a ninguna parte, volvía sobre mis propios pasos al punto de partida. Llevaba así un rato largo cuando empecé a sentir un dolor insoportable en los pies, las botas eran demasiado pesadas y empezaban a rozarme en el tobillo. Además, con los nervios no paraba de sudar y la camiseta térmica, el polar y la cazadora me ahogaban de calor, sabía que eran los nervios y que debía tranquilizarme, pero sólo de pensar que estaba perdido me subía la temperatura.
Cayó la noche y yo seguía sin encontrar una ruta de vuelta a casa, ¡menos mal que metí la linterna en la mochila, sin ella ahora sí que estaba perdido! La encendí y seguí buscando un punto conocido, iba hacia delante, hacia atrás, pero nada de nada. Mis piernas comenzaban a flojear. Así que me dí por rendido y me acurruqué en un pequeño cobijo que encontré entre varios troncos de árboles. No podía pegar ojo, intentaba dormirme para que pasase cuando antes la noche, con la esperanza de que la luz del día me vislumbrara la salida del bosque. Ya no recordaba el olor embriagador de las plantas ni la calma que rondaba a mi alrededor, mi cabeza estaba sumida en una tormenta con truenos y relámpagos que no me dejaba ni descansar ni pensar en cómo volver.
Agobiado y ya pensando en lo peor que me podía ocurrir, unos ruidos a mi alrededor, me levantaron y me pusieron alerta. ¿Un jabalí? ¿Un animal salvaje que complicara aún más las cosas? Aterrado, miraba de un lado a otro sin parar, en busca de aquel ruido. Giré la cabeza bruscamente siguiendo el sonido de las hojas y lo que vi me dejó atónito, sin palabras, no podía ni gritar de terror. Era una de esas criaturillas de las que tanto me hablaron en mi infancia, un duende de los que aparecen en los cuentos infantiles. No sabía cómo reaccionar, no sabía si estaba soñando o si realmente estaba ocurriendo. Dio una cuantas vueltas a mi alrededor y empezó a parlotear, no entendía nada de lo que decía y yo me ponía más nervioso, no podía pronunciar sonido alguno y los rayos y relámpagos de mi cabeza no cesaban.
Después de un rato, mis oídos se fueron acostumbrando a sus susurros y fui entendiendo todo lo que me decía. Tranquilo, muchacho, tranquilo, decía el duende. No creas que te has perdido, has logrado retomar el camino, y volver a la senda que siempre habías seguido y que un día abandonaste. Si me sigues te llevaré al hogar, con todos nosotros, allí no necesitarás GPS, ni linterna, ni tampoco una cazadora tan ostentosa. Allí simplemente disfrutarás de la naturaleza y de sus olores y sabores. Vamos muchacho, acompáñame.
Por un momento dudé, pero recapacité rápidamente y me di cuenta que en esos momentos era mi única salida. Nunca se lo contaría a nadie, no me tomaran por loco, pero ahora era la mejor opción para salir al bosque, así que me levanté y comencé a andar. No había dado dos pasos cuando un dolor insoportable en lo pies me impedía caminar, andaba cojeando cuando la criaturilla del bosque me dijo: “Descálzate. ¿No crees que esas botas tan brutas y grandes te impiden caminar? Así no puedes sentir la naturaleza, así es normal que te pierdas porque no puedes apreciar las verdaderas direcciones de los caminos. Muchacho, mis plantas de los pies ya están acostumbradas al trasiego de los senderos, es fácil, solo tienes que quitarte ese calzado que te impide caminar”.
Me quité las botas y el dolor desapareció, tanto que todo el camino fui correteando tras el pequeño trastolillo. Cuando me quise dar cuenta habíamos llegado a un pequeño claro del bosque, donde había unas extrañas cuevas, entre caminos iluminados con luciérnagas que se escondían entre los arbustos.
Ya hemos llegado, este es tu hogar, del que estuviste a punto de no volver. ¿Recuerdas los cuentos que te contaban tus abuelos? ¿Y las historietas de los libros? Los adultos pronto se calzan unas botas gruesas que les impide seguir el camino del bosque. Acuérdate siempre que descalzos podemos sentir lo que la naturaleza nos dice y estaremos más cerca de la senda de la vida.
Y así fue como me desprendí de mis botas y descalzo regresé al mundo de la fantasía y la realidad de las criaturillas del bosque. Pronto mis orejas se pusieron puntiagudas y mi cuerpo se adaptó a vivir entre árboles y plantas. Y ahora vivo feliz entre duendes y gnomos, como en los tiempos en que los mayores me contaban historietas alegóricas.